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      Dilemas del vecino contemporáneo

      Zygmunt Bauman. En este ensayo exclusivo, el sociólogo compara los vínculos reales en el barrio con los virtuales de la Web. Concluye que vivimos en un multiculturalismo que debe apostar a la “fusión”.

      Dilemas del vecino contemporáneoCLAIMA20150905_0007 Río de Janeiro. Fútbol rodeado de viviendas y con el respaldo de los ídolos en la favela Tavares Bastos.
      Redacción Clarín

      Vivimos en un mundo total y verdaderamente “politeísta”: un mundo de interdependencia global y diásporas que se entremezclan, cada una llevando una tradición diferente, una memoria histórica y una herencia cultural. Tanto corporal como espiritualmente, esas diásporas viven en una cercana vecindad entre ellas, inevitablemente íntima: al azar, en los aledaños, en el contacto y la comunicación recíprocos. No pueden sino darse cuenta de la presencia de la otra; no pueden sino interactuar, en la calle, en el lugar de trabajo, en las escuelas.

      La idea de “vecino” se asocia por lo general con la persona que vive en la puerta contigua o por lo menos a una distancia corta de donde vivimos nosotros. Al hablar de “vecindario”, normalmente consideramos un área relativamente chica, poblada por gente que conocemos o de la que sabemos algo, y que también, probablemente, nos conoce o al menos puede saber de nuestra existencia: personas con las que podemos encontrarnos al salir, verlas cuando pasan por la calle yendo a la parada del colectivo, quizás hablar con ellas y que alguna vez nos golpean la puerta para intercambiar información o pedir ayuda. El “vecindario” es una zona gris que separa/une el espacio del anonimato y el de la familiaridad. Es también una etapa de tránsito desde el primero de esos espacios hasta el segundo. La noticia de que “alguien se ha mudado a aquella casa” dispara el proceso.

      No elegimos a nuestros vecinos ni los “des-elegimos”. Están donde están, pueden llegar e instalarse o irse, arraigarse o arrancarse de raíz del vecindario por iniciativa y voluntad propias (es decir, no nuestra voluntad). Están allí, se da así, y nos guste o no, nos parezca lo que nos parezca, es poco lo que podemos hacer para cambiar la cuestión. Son un conjunto diverso; algunos parecen agradables y divertidos, otros sospechosos, ruidosos, molestos o directamente repulsivos. Nos alegra que algunos sean vecinos nuestros, podemos aceptar que otros estén por aquí, y al resto preferiríamos sacárnoslos de encima. Pero la composición del vecindario está fuera de nuestro alcance. Tómelo o déjelo; no hay alternativa. Si no le gusta, múdese a otro lado: a otro vecindario. Sin embargo, una vez que se muda y se establece en un vecindario que eligió, se convierte en rehén del destino. Ya sea veredicto del destino o producto de mi elección, el vecindario es el territorio poblado por los “significativos otros” que define George Herbert Mead; el espacio de la confrontación, oposición y reconciliación del “yo” y el “mí” [1], y el escenario donde se representan los dramas de la auto-identificación y la búsqueda de reconocimiento.

      Sin embargo ésta no es la única forma en que podemos trazar la línea entre cercano y remoto, proximidad y distancia, “aquí adentro” y “allá afuera”: de hecho, entre “nosotros” y “ellos”. Vivimos en la era de la compresión tiempo-espacio (fenómeno que destacó primero y articuló en 1989 el geógrafo social David Harvey [2]), en la cual la correlación entre tales divisiones y las distancias geográficas o topográficas ha sido destruida casi por completo. En un planeta atravesado por autopistas de información globales equipadas con aplicaciones de Internet que permiten la transmisión y recepción de información en tiempo real, las versiones electrónicas de los vecindarios no necesitan tener, y en realidad con inmensa frecuencia no la tienen, continuidad espacial; pueden estar fragmentadas, diseminadas y dispersas a lo largo de enormes distancias geográficas. En condiciones de compresión tiempo-espacio las distancias entre distintos destinos no se miden en millas o kilómetros, sino por el tiempo necesario para cubrirlas; y gracias a la tecnología electrónica más reciente las diferencias entre esos lapsos son cercanas a cero; con cualquier intención y propósito, las distancias geográficas, por grandes que sean, no son obstáculo para la comunicación inmediata. Puede desestimárselas, o incluso borrárselas por completo de la lista de factores a considerar cuando se trata de determinar el grado de proximidad entre personas. Debido a esa cualidad pueden satisfacer por medios electrónicos los criterios de los vecindarios físicos, con una salvedad: a diferencia de los vecindarios terrenales en los que los integrantes tienen que caminar con las piernas, en los electrónicos se viaja con los dedos.

      Hay, no obstante, una diferencia tremendamente importante entre los dos tipos de vecindario. Los terrestres, sin pedir permiso a quienes residen en ellos, extraen una especie de fracción “domesticada”, habitual, de familiaridad relativamente bien mapeada de entre las vastas áreas de extranjeridad no frecuentada, pobremente mapeada, sin asimilar. Los vecindarios electrónicos, conocidos como “redes”, hacen lo mismo, pero bajo diseño y supervisión de su propietario/administrador; es mi red, yo la armé, la hice existir y sigo manteniéndola, siendo a la vez capaz de modificar su composición a voluntad; yo –unión personal de diseñador, propietario, administrador y supervisor– soy quien otorga o rechaza el permiso de admisión, y tengo la potestad de cambiar mi resolución según mi deseo y mi gusto. Si, sin que se me lo pregunte, soy alguien de un número indefinido de objetos humanos que pertenecen al vecindario terrestre donde ocurre que resido en este momento, soy el compositor y núcleo central de mi propio vecindario electrónico; de hecho, somos esa piedra basal en su fundación cuyo retiro está forzado a causar el colapso de toda la estructura y por eso me siento como el sol en torno al cual rotan todos los demás, los planetas. Pertenezco al vecindario, mientras que la Red me pertenece a mí: yo he seleccionado a sus miembros, tengo poder para determinar (y modificar a voluntad) su grado de importancia y le asigno a cada uno de ellos el rol que espero que desempeñe. Al azar, alegremente o haciendo rechinar los dientes, debo someterme a las reglas explícitamente mencionadas o no escritas –tácitas, aunque firmemente observadas– impuestas a los miembros de un vecindario terrenal; en cuanto a las redes, soy yo el que articula las leyes a las que los miembros, ya sea invitados como simplemente aceptados para incorporarse, deben someterse.

      Puedo sentirme en mi vecindario como en casa, pero no obstante el vecindario sigue siendo dominio del “deber”; según la falta de atención y el “desinterés civil” de los vecinos, o lo estricto y molesto de la “vigilancia vecinal”, mi condición puede oscilar entre unas pocas restricciones ligeras, inocuas y tolerables al extremo de la falta total de privacidad. La Red, por el otro lado, es territorio de la libertad absoluta: por lo menos queremos y esperamos que sea así.

      Redes y veredas
      Las redes seducen con la promesa de inmunidad de las severas exigencias y problemáticas notorias de los entornos terrestres. Si nos hemos encerrado dentro de una red podemos incluso experimentar realmente esa inmunidad. Mientras estamos confinados dentro de las fronteras electrónicas de la Red, podemos sentir que somos libres genuinamente; pero no porque hayan desaparecido, se hayan anulado, vaciado, y hayan perdido su poder coercitivo las limitaciones y las presiones para conformar y la necesidad de hacer frente a opciones difíciles, sino porque han sido, por así decirlo, mantenidas a distancia o suspendidas temporalmente: separadas en una hornalla lateral o espléndidamente ignoradas, después de haber sido exiliadas de la mente y el corazón durante un tiempo. Comparadas con las incomodidades y los inconvenientes ineludibles en el vecindario “real” (esto es, no susceptibles de hacer a un lado o que desaparezcan con sólo desearlo), las redes parecen proporcionar un refugio atractivo y cómodo. Se lo siente como un respiro, pero no acerca a su resolución los problemas que inspiraron la búsqueda de refugio. Transitoriamente barridos debajo de la alfombra, no pierden nada de su veneno y están perpetuamente listos para reemerger, con una venganza. Cuando lo hacen –ya que deben hacerlo– encuentran a quienes se fugaron menos equipados para hacerles frente que como lo estaban antes de la estadía encantadoramente tranquila –paralizantemente tranquila– en el refugio que los protegía de la alborotada vida offline.

      El mundo offline –el vecindario “real”– en unos pocos aspectos es lo contrario al mundo online de la Red. Los dos pueden estar saturados de incertidumbre, pero la falta de certeza en la variante online es manejable y razonablemente controlable, mientras que la de tipo offline es inmanejable y está fuera de control; por esas razones, el primero es fuente de acciones gratificantes, placenteramente operativo y se percibe como enriquecedor, mientras que el segundo es desalentador, desconcertante y se lo percibe como factor de invalidez. Cada uno de nosotros vive hoy, de manera intermitente aunque muy a menudo simultánea, en dos universos: online y offline. Al segundo de los dos se lo denomina con frecuencia “el mundo real”, aunque la cuestión de si esa etiqueta le queda mejor que al primero se vuelve más cuestionable día a día.

      Los dos universos difieren nítidamente, por las cosmovisiones que inspiran, las capacidades que requieren y los códigos de comportamiento que amalgaman y promueven. Sus diferencias pueden ser, y de hecho lo son, negociadas: pero difícilmente conciliadas. Queda en cada persona inmersa en esos dos universos (y eso involucra a todos y cada uno de nosotros) resolver los choques entre ellos y trazar los límites de aplicabilidad de cada uno de los diferentes códigos, a menudo recíprocamente contradictorios. Pero la experiencia derivada de un universo no puede sino afectar el modo en que vemos el otro, lo evaluamos y lo transitamos; tiende a haber allí un tráfico fronterizo constante, legal o ilegal pero siempre abundante, entre los dos universos.

      Una manera de narrar la historia de la era moderna (manera cuya pertinencia y relevancia se hicieron particularmente significativas por la recepción entusiasta y la espectacular carrera de la tecnología de la informática a la velocidad del relámpago) es presentarla como crónica de una guerra declarada a todo malestar, inconveniente o displacer, y de la promesa de pelear esa guerra hasta la victoria final. En esa historia, la migración masiva de almas cuando no los cuerpos del mundo offline hacia las tierras online recientemente descubiertas puede verse como la última y más decisiva entre sus numerosas partidas y desarrollos; después de todo, la batalla hoy en marcha ha sido librada en el campo de la relaciones entre seres humanos, territorio hasta ahora muy resistente y desafiante respecto de todos los intentos de nivelar y emparejar sus rutas y enderezar sus tramos torcidos. El objeto de esta batalla es despejar aquel territorio de las trampas y emboscadas con las que hasta ahora fue notoriamente cubierto. Si se la gana, la batalla librada en la actualidad puede volver infantilmente sencillas las arduas y molestas tareas de atar y romper los vínculos humanos, luego de haberlos liberado del peso inhabilitante de los compromisos a largo plazo y las obligaciones no negociables. Muchos piensan, y muchos más suponen literalmente, que Internet es el arma maravillosa con la cual esta batalla en desarrollo está forzada a ganarse, y se ganará.

      Roberto Esposito, filósofo italiano, desentraña la dialéctica endémica de las relaciones de comunidad versus individualidad, dependencia vs. autonomía y restricción vs. libertad. Si bien condenados a perdurar en conflicto irresoluble, ambos lados de dichos pares opuestos se necesitan mutuamente para su propia constitución; de hecho, cada uno se constituye en referencia a su adversario. En cuanto a vecindario (categoría que en términos generales se superpone con la entidad que Esposito analiza bajo el nombre de “communitas”) el factor definitorio es la conjunción entre el deber de hacer regalos y el derecho a esperar reciprocidad. Ese deber y ese derecho son inseparables uno del otro. El deber puede parecer repulsivo e inhibitorio, a diferencia del derecho que se experimenta como algo agradable, que empodera; pero uno no puede desligarse del deber, por molesto y pesado que sea, sin resignarse a perder el derecho. De allí la inevitable conexión de la atracción y el rechazo por la pertenencia comunal, así como de la tentación y el temor a la salida (o el relegamiento) de la comunidad. La “inmunidad” que resulta de excluirse en forma voluntaria o ser expulsado es por esa razón una mezcla de bendición y maldición. En versión de Timothy Campbell, intérprete de las enseñanzas de Esposito, inmune es –y en los ejemplos de la Roma clásica que cita Esposito el género de la inmunidad es claramente masculino– aquel que es exonerado o ha recibido una eximición de la reciprocidad de hacer regalos. Quien ha sido liberado de las obligaciones comunitarias o goza de una autonomía original o una liberación sucesiva de una deuda contraída previamente posee la condición de inmunitas. La relación que mantiene la inmunidad con la identidad individual surge aquí con claridad. La inmunidad connota el medio por el cual se defiende al individuo de los “efectos expropiadores” de la comunidad, protegiendo al que la tiene del riesgo de contacto con quienes no la tienen (siendo el riesgo precisamente la pérdida de la identidad individual). [3] Beneficios y molestias están mezclados en ese caso por partes iguales. Tomando a la inmunidad como lo opuesto a la pertenencia a la comunidad, podemos decir que el beneficio de la inmunidad es la libertad de autoconstituirse, mientras que su precio se paga en la moneda de los riesgos y los temores que aparecen sin esperarlo a lo largo del proceso incompleto y siempre sin terminar de la autoafirmación: las preocupaciones contra las cuales se esperaba y se confiaba en que la comunidad nos protegiera.

      Nuevas condiciones humanas
      En el libro Pulgarcita  [4], Michel Serres sugiere que “sin siquiera darnos cuenta, en el breve período que nos separa de la década de 1970 nació un nuevo tipo de ser humano”. Serres propone una larga lista de las diferencias profundas que actualmente separan a los adultos de los jóvenes (formateados como tienden a serlo por los medios de comunicación y la publicidad mucho más que por lo que queda de siglos de vieja escuela, que él compara con “estrellas cuya luz recibimos, pero que la astrofísica calcula que han muerto hace mucho tiempo”, viviendo en una “conectividad” que ha sustituido sigilosamente las colectividades de antaño, y actuando bajo el supuesto de la competencia, en vez del de la incompetencia necesitada de una educación conducida en un “marco institucional que resultó de un tiempo que ya no reconocen”). Los jóvenes de hoy “tienen acceso a todo” con su teléfono celular; con su Sistema de Posicionamiento Global, acceso “a todos los lugares. Con Internet, a todo el conocimiento”. En el inventario de Serres el lugar de honor (o deshonor, dependiendo de la postura axiológica que uno tenga) en cuanto a cambios cuyas consecuencias, en su opinión, sólo comenzamos a advertir y aún no hemos comenzado a estudiar con seriedad, está reservado a “desentrañar la pertenencia”. “Todo el mundo habla de la muerte de las ideologías, pero lo que está desapareciendo son las pertenencias reclutadas por esas ideologías. (...) Los adultos no hemos inventado ningún vínculo social nuevo; en cambio, nuestra tendencia generalizada hacia la sospecha, la crítica y la indignación ha llevado a su destrucción”.

      El aura pintada en el estudio de Serres augura un cambio profundo en la condición humana y el modo de vida, tal vez sin precedentes en su radicalidad y extensión: pero es un cambio que ocurre sin ideologías, movimientos políticos masivos, oficinas de planeamiento, politburós y personal general; no es un cambio planeado, diseñado, supervisado, administrado y controlado, sino que emerge por su propia lógica e impulso de actos difusos, dispersos, mal coordinados de actores difusos, dispersos; un cambio más semejante a la evolución natural que a un proceso administrado y supervisado. Con vínculos entre los seres humanos de disolución rápida, con creciente fluidez de sus pertenencias y su resultado inevitable, la ausencia discordante y testaruda de un agente colectivo capaz de encajar en un sujeto colectivo de acción sostenida, el cambio inminente está siendo provocado por masas de solitarios interconectados: por agentes solitarios en contacto permanente.

      Lo que sucede en la actualidad, lo que presenciamos, y cuya particularidad necesitamos ajustar retejiendo las redes conceptuales en las que intentamos entender nuestras realidades socio político económico psíquicas, no es sólo otra vuelta de tuerca, sino una forma novedosa en la que se está haciendo historia.

      Uno de los numerosos problemas generados a nivel mundial que las autoridades locales y las grandes ciudades en especial han estado enfrentando directamente y se han encargado de solucionar son las consecuencias socio-culturales de la “diasporización” masiva del territorio urbano. La moderna política de “asimilación” ya no es posible ni deseable, los migrantes que llegan actualmente a ciudades densamente pobladas (por primera vez en la historia, la mayoría de los seres humanos reside en lugares urbanos) no están dispuestos, ni presionados ni obligados a “asimilarse”: es decir, a renunciar a sus identidades y estilos de vida particulares/peculiares, pero manteniendo sus diferencias. Por esa razón, la migración contemporánea crea islas de identidades culturales dispersas aunque estrechamente relacionadas. Esta migración actual es masiva y tiende a crecer, pese al ruido de los políticos interesados en beneficios electorales. Michel Agier, el investigador más importante de la naturaleza y las consecuencias de la migración masiva, advierte que las estimaciones actuales presagian un billón de “desplazados” en los próximos cuarenta años. “Después de la globalización de capitales, commodities e imágenes, finalmente ha llegado el tiempo de la globalización de la humanidad” [5]. Pero los desplazados son personas sin un lugar propio y sin lugar para reclamar legítimamente; como señala Agier, el mismo viaje, emprendido sin un punto claro de llegada, hace que su lugar indefinidamente perdurable sea ‘ningún-lugar’: carecen, por decirlo así, de un lugar en el mundo común. En cuanto a los nativos de las tierras que intentan descuartizar, una reacción muy común es la exigencia de probar la “integración a” –no la “integración con”– “una nación-Estado en tanto comunidad pseudo-ética imaginada” [6]; para decirlo sin rodeos, la exigencia de “someterlos a un todo predefinido” mientras despojan y destrozan sus propias identidades: algo que no desean hacer o que muy a menudo los propios nativos les impiden hacer. La cercanía diaria a diferentes etnias, religiones, lenguas, recuerdos colectivos y modos de vida históricamente formados crea un ambiente de inquietud y suspicacia mutua.

      “Extranjero”, por definición, es un ser insuficientemente familiar y, por ese motivo, portador de incertidumbre y, como consecuencia, de una amenaza vaga, insuficientemente definida, difícil de identificar: extranjero es a priori una criatura sospechosa, culpable hasta que se haya demostrado (o más bien que él mismo demuestre ser inocente y que su prueba haya sido aceptada) su inocencia. En nuestra sociedad líquida moderna, irritada por el temor permanente a perder el lugar propio en la sociedad, a la exclusión, a quedar fuera o al destierro, los migrantes –nómadas por necesidad aunque sedentarios en sus sueños e intenciones– son, además, “distopías ambulantes” que acercan el fantasma del desarraigo impuesto a hogares ya inseguros. El efecto psicológico combinado es la “mixofobia” –el horror a mezclarse y una urgencia por la separación territorial, que como regla adquiere un impulso propio que se regenera: cuanto menos se asocien y comuniquen entre ellos los miembros de diferentes comunidades “diasporizadas”, menores serán la capacidad de dialogar, la capacidad de entender y la voluntad de conocerse, asociarse y juntarse que posean; un estado de ánimo y emociones que, a su vez, fortalecen el miedo y la desconfianza mutuos y los impulsa a expandirse y a aumentar. La oportunidad de la “mixofilia” –tendencia a un encuentro cara a cara, sin rodeos, auténtico y sincero que conduzca a un diálogo significativo y la comprensión recíproca, la fusión de horizontes y el enriquecimiento espiritual mutuo– corre, por lo tanto, peligro de desperdiciarse. Peligro, aunque no necesidad, bajo ninguna condición. Mezclarse con lo diferente tiene, de hecho, múltiples atractivos y posee numerosas promesas tentadoras.

      Las tendencias mixofílicas, estimuladas por el hecho de compartir las calles, los lugares de trabajo, las escuelas, los espacios públicos de la ciudad, nunca se reprimen por completo; sólo es posible que permanezcan ocultas en momentos de inflamaciones similarmente ocasionales de desconfianza y agravios mutuos. Los impactos de las dos respuestas psicológicas a la misma condición de vida urbana se encuentran delicadamente equilibrados; es virtualmente imposible presagiar cuál de las dos habrá de prevalecer y durante cuánto tiempo. Nos enfrentamos a riesgos y oportunidades en un paquete de compromiso único e indivisible. Aquí está: tomalo o dejalo.

      Planeta plural
      En la actualidad vivimos, probablemente de manera irrevocable e irreversible, en un mundo multicultural, producto de la migración masiva de ideas, valores y creencias, como así también de sus portadores humanos. La separación física, si aún es concebible (una cuestión discutible), ya no asegura la distancia espiritual. “El Dios de ellos” y “el nuestro” tienen sus respectivos templos construidos cada uno en el vecindario contiguo del otro, aunque en el interior del universo online donde todos pasamos un lapso de nuestro tiempo productivo ya considerable y sin embargo rápido de digerir, todos los templos están ubicados a una misma distancia o, más concretamente, en la misma proximidad espacio temporal. No obstante, debemos tener cuidado de separar las nociones exhibidas engañosamente y con demasiada frecuencia de manera intercambiable en el vocabulario público: multiculturalidad y multiculturalismo. La primera denota realidades (de alrededores, escenas de la vida real, ambiente). La segunda se refiere a una actitud, una política, o estrategia vital de elección. En su obra más reciente, uno de los más sólidos filósofos polacos, Piotr Nowak [7], somete a una exhaustiva vivisección la crítica hecha por Stanley Fish, el enfant terrible del sedado establishment de la erudición, del segundo de los pares: actitud y/o programa multicultural. [8] Fish distingue dos variedades de multiculturalismo: “boutique” y “fuerte”. La primera está marcada por la discordante contradicción entre el “políticamente correcto” encantamiento de principios –que (en palabras de Nowak) “enfatiza la importancia de las relaciones adecuadas entre culturas coexistentes así como el respeto y la simpatía que supuestamente se les otorga; por otra parte, sin embargo, acelera la ira y la alegría suscitadas por diferencias genuinas consideradas irritantes y ofensivas”. Y, dedicado como insiste estar a los principios de tolerancia, neutralidad, imparcialidad, apertura de espíritu y equidad y convencido (equivocadamente) de su universalidad, “el multiculturalismo boutique” no consigue comprender a los que tratan seriamente sus convicciones y rutinas vitales –por idiosincrásicas y repulsivas que sean– y de este modo se aferran a ellas de un modo realmente devoto, rígido y firme. La segunda, fuerte versión del multiculturalismo, por decirlo de alguna manera, recorre todo el camino: concede a toda cultura un derecho intangible e irrefutable a practicar cualquier cosa que considere correcta y adecuada, así como a prohibir toda crítica externa, para no mencionar la interferencia de las prácticas que promueven ésta o aquella cultura. Ambas versiones, sin embargo, comparten el mismo pecado original: un gesto a lo Poncio Pilatos, lavándose las manos ante los auténticos conflictos, fricciones y diferencias, permitiendo que “se cocinen en su propio caldo” –impulsen y adquieran su propia mórbida y a largo plazo catastrófica dinámica– todo ello derivado de la negativa a reconocerlos y enfrentarlos sin rodeos, participando en un diálogo inclinado hacia la comprensión recíproca y la negociación de un modus co-vivendi mutuamente aceptable.

      Las estrategias pueden ser, y son, muchas y diferentes, pero una cosa está clara como el agua: la política de separación recíproca, manteniendo distancia, construyendo paredes en lugar de puentes y resignándose a aceptar la instalación de “eco-cámaras” estrictamente aisladas en cuanto al sonido en vez de líneas telefónicas de emergencia con comunicación en tiempo real –y en general manifestando la indiferencia propia ante el disfraz de la tolerancia– no conduce sino al páramo del distanciamiento y la irritación. Engañoso proveedor de confort (porque aparta de la vista el desafío) en el corto plazo, almacena –de manera miope– explosivos para detonaciones futuras. Y así queda igualmente clara como el agua una conclusión: el único camino para salir de las preocupaciones actuales y las angustias futuras conduce a rechazar las tentaciones traicioneras de la separación; de hecho, hacer impracticable esa separación desmantelando los puestos fronterizos y poniendo las irritantes diferencias, discordancias y distanciamientos autoimpuestos en un contacto cercano, cada vez más íntimo y cotidiano, que con suerte dé como resultado una fusión, en vez de la autopropulsada y autoexacerbada fisión de horizontes.

      Traducción: Román García Azcárate

      [1]  G.H. Mead, “Mind, Self, and Society”. Chicago Press.

      [2]  En D. Harvey, “The Condition of Postmodernity: An Enquiry into the Origins of Cultural Change”, Blackwell.

      [3] Ver “Bíos, Immunity, Life: The Thought of Roberto Esposito” by T. Campbell.

      [4]  Rowman & Littlefield 2015, trad. por D.W. Smith.

      [5]  M. Agier, “Le couloir des exilés: Être étranger dans un monde commun”, Éditions du croquant .

      [6]  G. Baumann, “Nation, Ethnicity and Community”, en: Kim Knott & Seán McLoughlin, Diasporas:Concepts, Intersections, Identities, Zed Books.

      [7]  Hodowanie troglodytów (Breeding Troglodytes), Fundacja Augusta Hrabiego Cieszkowskiego); [8] Ver S. Fish “ Boutique Multiculturalism, or Why Liberals Are Incapable of Thinking about Hate Speech”, en Critical Inquiry, Vol. 23, No. 2; y The Problem with Principle, Harvard UP.


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