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      Mundos íntimos. Estoy muy unida a mi hermano con parálisis cerebral.

      Por un problema en el parto, Carlos quedó seriamente discapacitado. Aprendió a hablar a los 10 años, contra todos los pronósticos. Esto no impidió que pudiera generar vínculos y afectos profundos con la familia –e incluso con los vecinos– que aún se mantienen. Por Paula Villalba.

      Mundos íntimos. Estoy muy unida a mi hermano con parálisis cerebral.Paula con un retrato de Carlos. El tiene hoy 47 años y ya no quiere fotos. Ella lo visita los fines de semana; van a tomar helados. Foto: David Fernández.
      Redacción Clarín

      Cuando nací él tenía dos años. Mi madre no terminó de reponerse de la cesárea para correr al otro hospital donde Carlitos luchaba por vivir. Diecisiete años después tuve que contarle a mi hermano Carlitos que el Negro Olmedo había caído al vacío desde un balcón marplatense. El Negro había acompañado a pura risa su pelea por sobrevivir. Desde un tiempo antes mi hermano repetía que Olmedo estaba triste. Carlitos insistió con que necesitaba ver con sus propios ojos el lugar de la tragedia. El tío Pichi nos llevó y nos trajo en el día en su Rambler con baúl espacioso para la silla ortopédica. Recién entonces mi hermano pudo apaciguarse.

      Carlitos nació con parálisis cerebral. Pasaba tanto tiempo internado que un año nuevo lo festejamos en el hospital. Los médicos y enfermeras creían que él no comprendía lo que estaba sucediendo. “Así, en pedo como están, ustedes a mí no me tocan”, los sorprendió después de varios brindis.

      En casa la zozobra era cotidiana. Todas las tareas de mamá estaban destinadas a que él sobreviviera. Recuerdo a mi hermano mayor recibiendo la extremaunción, y como tantas veces que se anunciaba la inminencia de su muerte, esta retrocedía. Mi toma de conciencia del mundo, a los tres años, fue sentirme responsable por él. Cuando se le dio vuelta el salvavidas mientras chapoteábamos en la pelopincho no paré de gritar hasta que lo vinieron a rescatar.

      Mi dolor por la comprensión temprana del padecimiento de Carlitos fue derivando hacia la culpa por haber nacido saludable, ayudada por la cesárea que si se hubiera practicado con mi hermano habría cambiado su destino. Tras aquel embarazo de mi madre, muy pasado de término, sin contracciones ni dilatación, el médico se negó a practicar una cesárea y el parto se prolongó durante 20 horas. La asfixia en el canal de parto produjo la lesión cerebral que ha afectado profundamente la motricidad de Carlitos. Mi hermano entiende casi todo, pero no puede mover por sí solo casi ninguna parte de su cuerpo.

      De niña me avergonzaba que él fuera diferente a los hermanos de otros chicos. Cuando comprendí que los retazos de su felicidad eran condición de mi propia felicidad pude dejar atrás la culpa y la vergüenza. Alguna vez él nos dijo: “si aunque sea pudiera comer solo”.

      Mamá nos compensó aquellas penas permitiéndonos ver la tele a toda hora. Así ayudó a crear un universo mágico a la medida de mi hermano. Cuando en el colegio él tuvo que dibujar a la familia, guiando la mano de la maestra –indispensable por su discapacidad– lo primero que dibujó fue la tele, y a su alrededor fuimos apareciendo mamá, mi prima, su madrina, papá, los tíos y yo. Si Carlitos quería ver la serie Baretta hasta la madrugada nos quedábamos acompañándolo.

      Atenta a los deseos de mi hermano me pasé de largo los dibujitos animados. Tampoco me interesé en las historietas, tentada con Carlitos por las revistas TV Guía, Antena y Radiolandia para mantenernos al día con la vida privada de su otra familia: Olmedo, Porcel, Soldán, Berugo, Susana, Moria, Minguito, Portales. Hace poco noté que tengo una rara facultad: con una frase de cualquier publicidad de entonces puedo recordar el jingle completo.

      Cuando en casa aún no teníamos TV en color, mi hermano se hacía invitar a verla a lo del vecino. Cada vez que íbamos de visita, mi hermano quería llevarse el televisor. Hemos simulado que la subíamos al auto para que dejara de llorar. Las ficciones fueron el modo de canalizar su tristeza. Susana Giménez era su madre o su tía, Olmedo su tío y yo su prima. Gardel era el abuelo. Se iba con su otra familia y así nos podíamos reponer cuando nos sentíamos exhaustos. A veces parecía triste, quizás consciente de que su vida se proyectaba en imágenes de otros. Mi hermano escuchaba a Bárbara y Dick, a Palito Ortega y la cortina de Calabromas. Qué alegría, qué alegría, olé, olé, olá … Carlitos subrayaba “con semejante facha”.

      Ayer recibí un mensaje de texto de mi madre, quien tras leer fragmentos del borrador de esta nota decía: “Nuestro profundo amor por Carlitos nos hizo soportar el dolor. Por respeto incondicional a él olvidamos lo difícil que siempre fue todo, o recordamos el sufrimiento atenuado por un filtro color de rosa. Carlitos sólo puede sonreír cuando está contento y llorar cuando está triste. No puede hacer nada más que darnos su amor. Entiende todo pero no puede hacer nada. Lo tenemos que poner en palabras aunque duela. Tiene sentimientos, eso es lo que cuenta, y ama la vida de un modo ejemplar”. El mensaje de mamá me ha dejado lagrimeando.

      Mi hermano aprendió a hablar a los 10 años contra todos los pronósticos médicos. Ahora ya no habla mucho. Me llama “Pitatisalba”, recortando el Paulita Beatriz Villalba. Se viste kitsch y tanguero, con predominio del amarillo, con corbatas raras difíciles de conseguir.

      Sin saberlo, en casa fuimos parte del ambiente opresivo del final de los 70, y de algún modo, más rehenes de la mirada de los otros que de la salud de Carlitos. Salíamos poco a la calle con él, como si hubiéramos tenido que esconderlo. Había gente que creía que podía contagiarse de parálisis infantil o alguna otra enfermedad.

      Cuando tuvo 12 años su salud se estabilizó, ya no tuvo convulsiones y nuestras salidas a pasear se hicieron habituales. Mi prima Silvina me ayudó a liberarme. Con sus menudos ocho años le pegó una patada a un chico más grande por cargar a mi hermano. De a tres, con mi prima, fui dejando aquella vergüenza que sentía al salir a la calle con él. Jugábamos al ring raje, carreras de bicicleta contra la silla ortopédica, robábamos flores y plantas para vender. Si alguien nos miraba mucho le sacábamos la lengua. Festejábamos a Carlitos cuando decía palabrotas. Nos dormíamos muy tarde y faltábamos al colegio.

      Si nos preguntaban por la calle por su padecimiento, Carlitos gritaba e insultaba. No lo soportaba. Prefería reescribir su historia eliminando la explicación de un error médico que decidió el rumbo de su vida. Así, a sus 14 años frente las preguntas frecuentes de señoras mayores en la plaza, mamá y yo respondíamos que Carlitos había sufrido un accidente con su moto. Mi hermano sonreía. Esa épica fue agregando una campera de cuero y luego una novia aferrada a su cintura en el momento del imaginario accidente. Carlitos sabía la verdad, pero esas fantasías lo aliviaban.

      “La vida es linda”, nos alentaba Carlitos cuando parecía que bajábamos los brazos. Su madrina Ana, un sostén amoroso de nuestras vidas, nos enseñó a no resignarnos. Se hizo cargo de mí y de mi hermano en aquellos tristes momentos en que mamá no podía. Cada vez que soplé velitas, mi primer deseo era que mi hermano pudiera caminar. El segundo, que fuéramos felices.

      Con los años comprendí que las células cerebrales no se regeneran. Entonces cambié el primer deseo. Pedí que mi hermano pudiera vivir muchos años. Se me concedió. Hay pocas personas de su edad con esa discapacidad tan pronunciada. El segundo deseo también se cumplió. Carlitos se encargó de darnos felicidad. Le estoy profundamente agradecida. Rechacé una oferta de trabajo muy conveniente en el exterior y resigné algunas cosas para estar cerca porque sin la cotidianidad con mi hermano hubiera quedado vacía. Fue y es maravilloso el camino que compartimos.

      Carlitos era comprador y amorosamente pragmático. Un vecino, en Almagro, le tomó tanto cariño que lo iba a buscar con su taxi para llevarlo a pasear y mirar chicas lindas. Pasaron dieciocho años y lo sigue visitando. Para congraciarse con la gente y ganarse paseos, camisetas de fútbol y hasta una pelota firmada por Maradona, cambiaba frecuentemente de club. Fue hincha de Rosario Central por un vecino. De Argentinos Juniors cuando en Villa del Parque conoció a Claudia Villafañe y a los hermanos de Diego, Lalo y Hugo, que le ponían la pelota delante de la silla para que la pateara. Fue de Huracán por el marido de su madrina Williams y por Juanjo, mi pareja. Pero cuando estaba por morir nuestro padre, Carlitos me confesó que siempre en su corazón sería de River, como el viejo.

      No se bancaba a mis novios. Uno de ellos fue a visitarlo al hospital portando una riñonera en el cinto. “Pero qué pito”, lo recibió. “Lo que pasa es que Paula es como Andrea del Boca, sale con un viejo”, le espetó a otro. Al siguiente le dijo que era igual a Paolo “el rackero”. Pero en las paradas familiares importantes estaba de mi lado. Si mamá me regañaba porque cambiaba muy seguido de novio, él mencionaba a tal actriz que había tenido varios más.

      En esa urdimbre de permisividad, complicidades y dependencias se consolidó nuestra familia. Aprendimos quién se podía relacionar con mi hermano y quién no. Todo era para él. Las películas, los discos de Gardel. Era el preferido de la abuela Tita, que junto al tío Pichi, ideó mecanismos para hacer más confortable la silla ortopédica. Carlitos retribuía tanta atención haciéndonos reír. “No se olviden de Yo”, vociferó cuando estábamos cargando el auto con su silla y su nebulizador para salir de vacaciones, y el tío Pochi preguntó si nos olvidábamos algo.

      A veces él se reía de nosotras, como cuando papá nos regalo la filmadora. El era el director, el guionista y el protagonista de historias de romances cruzados. Los demás actuábamos como reparto.

      Hace unos quince años, después de padecer diez días en Gesell avisó que no quería ir a la playa nunca más: “fío, vento y la tevisón se corta cada rato”. Con el tiempo mi hermano requirió más atención y en algún momento ya no pudimos resolverlo en casa. Recuerdo la primera vez que se quedó a dormir en un colegio especial para gente con discapacidad. Mi mamá ya era maestra y para estar más cerca de él empezó a trabajar en esa institución. Tanto se esforzó que llegó a ser la directora. Allí mi hermano tuvo una novia con Síndrome de Down. Decía que era buena pero hablaba mucho como todas las mujeres. Mi prima Silvina, se especializó y trabaja exclusivamente con personas con discapacidad. Su madrina Ana inició estudios de kinesiología por amor a Carlitos. Yo me recibí de contadora. Tanto amor había dado y recibido que necesité explorar otros mundos. Estudié cine y guión, quizás para conciliar aquellas misceláneas de Sofovich con el descubrimiento de Buñuel.

      Pasé muchos años sin hablar de mi hermano. Apenas mencionaba que era discapacitado, no mucho más. No me abría a los demás, no quería que me tuvieran lástima. Cuando quedé embarazada mis miedos se multiplicaron. En terapia supe que estaba preparada para hacerme responsable de mi hijo Ramiro, amarlo profundamente y tratar de hacerlo feliz. Que precisamente fue mi hermano mayor quien –como con tantas otras cosas– me lo había enseñado. No conozco un amor entre hermanos más profundo.

      Hace dieciocho años, cuando yo ya no vivía en casa y la salud de mamá no aseguraba que Carlitos recibiera todo lo que necesita, decidimos internarlo en un hogar especializado, en el que lo cuidan con mucho esmero y recibe la atención personal desde un amor que le resulta cercano y familiar.

      Ahora Carlitos nos visita sólo por un rato. Lo incomoda que tengamos que levantarlo y cambiarlo. Viene a casa o a la de su madrina Ana y no quiere quedarse a dormir. Prefiere regresar a su hogar en San Fernando y reencontrar aquel universo mágico en el canal Volver. Dice con un toque de humor que se fue a vivir lejos porque lo cansamos. Los fines de semana lo visito, paseamos por la plaza de San Fernando, tomamos un café con leche y después un helado. Nos sentimos plenos y seguimos riendo como cuando éramos chicos.

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      Paula Villalba. Además de la relación especial con su hermano, la política ha ocupado un rol central en la familia de Paula. Sus padres, radicales, militaron luego en la UCRI y siguieron con Oscar Alende. Ella es contadora y –trabajando ya en el Gobierno de la Ciudad– la sorprendió que la gestión Macri le ofreciera cargos de responsabilidad. Decía: “No, yo soy progresista”, pero la convencieron. Se sintió cómoda, a punto de integrar las listas como candidata a Diputada por el PRO a la Legislatura Porteña. Ahora tiene mandato hasta 2019. Cuando no está absorbida por la política, estudia junto a Ramiro, su hijo de 14 años. Y dedica tiempo a su hobby preferido: ver cine independiente y europeo.


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