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      Los nuevos dolores del alma

      Filosofía. Julia Kristeva explica por qué el sentido moral perdió sus anclajes y propone un puente ideal entre los códigos morales de cada uno.

      Los nuevos dolores del almaCLAIMA20140315_0019 TAREA. Para Kristeva es indispensable crear una nueva clase de pioneros del humanismo.
      Redacción Clarín
      20/03/2014 10:39

      Al cruzar el portón de la casa parisina de Julia Kristeva, pienso en la feminista ultra-luchadora, en la joven redactora de la revista de vanguardia Tel Quel, en la inquieta psicoanalista y estudiosa de semiótica amiga de Foucault, de Barthes, de Derrida... Y luego me encuentro con una bella señora setentona, que sin renegar efectivamente de ese pasado, está recorriendo itinerarios que se han enriquecido con nuevos matices.

      “Nuestra herencia cultural es doble. Por un lado el cristianismo, por el otro la Ilustración, ruptura irreversible de la civilización europea. Sobre todo aquí en Francia: patria de la revolución francesa y de los derechos del hombre. En el momento en que la noción de pecado pierde sentido para la parte secularizada de la población persiste la gran preocupación sobre el significado de la ética laica. Lo demuestra muy bien el dilema del actual gobierno francés, que se pregunta si es justo enseñar una moral laica o defender más bien una enseñanza laica de la moral. Dado que un sistema de reglas prefabricado que funcione bien para todos es ahora impensable. Se trata, pues, de reconocer la especificidad de la vida interior de cada uno y consecuentemente encontrar la versión singular, personal, de esas reglas.”

      –De modo que, para usted, la idea de límite puede ser salvaguardada sólo mediante un cruce entre la tradición religiosa y la modernidad laica.
      –Absolutamente. El nuevo humanismo pasa por una reevaluación permanente de todos los códigos morales de la humanidad, incluido el de la religión que nos precede. Esa herencia no puede dejarse en manos del Frente Nacional o las distintas formas de integrismo. Es necesario que en las escuelas se enseñe historia de la religión, para encaminarse, no hacia un sistema de reglas absolutas, sino hacia una interrogación ininterrumpida de la tradición. Interrogación que también debe valer para los legados de la revolución de las Luces. Ese período produjo una nueva libertad, hasta entonces impensable: tanto del pensamiento como del cuerpo, contra los diferentes dogmatismos religiosos y de clase. Pero pudimos experimentar también los riesgos inscriptos en esa libertad. Pienso en las consecuencias de una liberación burguesa que desembocó primero en el terror y después en el colonialismo; de un tercermundismo que a menudo abrió las puertas al fundamentalismo religioso. Y pienso también en un feminismo a gran escala, que pese a ser generoso, es incapaz de afrontar muchas exigencias singulares, empezando por la experiencia de la maternidad. Nietzsche dice que es necesario poner un gran punto de interrogación sobre todas las cuestiones más serias que se nos presentan. Volviendo a nuestro caso: ¿qué es el pecado? ¿Qué es la transgresión? ¿Qué es la negación de la norma? ¿Qué es la rebelión? Así como es necesario volver a interrogarse sobre la idea de autoridad.

      –Justamente respecto de ese punto. ¿Quién tiene hoy autoridad para establecer el límite que no se puede sobrepasar?
      –No puedo afirmar que esté desapareciendo el concepto de límite. Le doy un ejemplo concreto que tiene que ver justamente con la figura de la autoridad. Vivimos en una suerte de entusiasmo romántico ligado al enorme desarrollo de la ciencia médica, en base al cual, por ejemplo, la vieja figura del padre ya no parece ser indispensable. Bien. Eso no quita que un niño, para crecer, necesite de todos modos separarse pasional y sensorialmente de la madre. Y para que eso ocurra, debe intervenir una autoridad que le imponga límites. Ese papel podrá ser interpretado, no sé, por el padre genético, por el abuelo materno, por un maestro..., o por un psicoanalista, si ese niño no aprende la idea de límite. Pero ciertamente ese pasaje no podrá ser eludido. Porque precisamente nosotros, herederos de la Ilustración y de las ciencias humanas, sabemos bien que una persona, para llegar a ser adulta, necesita “estructurarse”, por ende apoyarse en una norma. No para cumplir con las voluntades de una iglesia o de cualquier forma de confesionalidad, sino por una necesidad psíquica. La autoridad en la que pienso estará fundada en un saber plural y en diversas formas de experiencia, de modo que será capaz de adaptarse a cada individuo.

      –Quizá para nosotros los laicos europeos las cosas se complican por el fundamento religioso de la moral. Es distinto el caso de las sociedades orientales que tienen fundamentos laicos autónomos: pienso en el confucianismo.
      –No estoy tan segura de que la mezcla de la herencia greco-judeo-cristiana combinada con la Ilustración nos vuelva más impotentes en relación a otras situaciones. Al contrario, creo que en esa encrucijada están inscriptas potencialidades de las que no estamos suficientemente orgullosos. Si Europa está así en crisis y en el fondo deprimida es porque no ha utilizado la mejor carta que tiene a su disposición: la cultura. Ya Duns Scoto, en el siglo XIII, hablaba de la verdad como de algo que no pertenece ni a categorías abstractas ni a la opacidad de la biología, sino de la haecceidad (Deleuze plantea la haecceidad como un principio de individuación en un plano unívoco de inmanencia. Para Deleuze, las expresiones singulares del plano son haecceidades y están lejos de representar una cosa o un sujeto), el “esto”. En cada uno hay una chispa de excepción: y allí se busca la verdad. Ese es el verdadero mensaje europeo, ajeno tanto a la cultura china como a la árabe. Desde el 68, desde los años del maoísmo, me he mantenido en contacto permanente con la cultura china. Una cultura que gracias a la mezcla de taoísmo y confucianismo ha producido una adaptabilidad extraordinaria al cosmos, a la naturaleza, al flujo de la vida; una sociedad donde los mejores legados confucianos garantizan el respeto por la tradición. No obstante, frente a la explosión de la demanda de derechos individuales, son ellos los que se encuentran en dificultades. E identifican en la cultura europea el modelo a seguir.

      –Si se lesiona la idea de límite, también termina la idea de transgresión. En ese punto, ¿no pierde sentido también el clásico mito de Don Juan?
      –Todos sabemos que cierto feminismo, sobre todo estadounidense, se movilizó contra el hombre seductor, al que todo le está permitido, y que evoca justamente el mito del Don Juan. En muchos sentidos fue y es una batalla absolutamente justa, como lo demuestran todavía demasiados casos en los cuales hombres de poder imponen sus deseos a las mujeres con una agresividad notable. Pero las consecuencias fueron dos: por un lado, una crisis cada vez más evidente de la virilidad, con el hombre occidental oscilando entre impotencia y violencia; por el otro la negación de la seducción, elemento imprescindible del erotismo.

      –En ese escenario, ¿cuáles son las nuevas “enfermedades del alma”, para usar una expresión suya de hace unos años?
      –Las ligadas al debilitamiento de la familia, de la escuela, en general de los lugares de integración. Sin contar con el papel creciente de la imagen, que reemplaza al lenguaje y hace que el hombre parlante se vuelva cada vez menos parlante. Mientras tanto, el sistema de comunicación cubre ya todo el campo visual bajo una inmensa tela superficial, en detrimento de la profundidad, del fuero interior. Y en ese vacío creciente, en esa condición de desadaptación definida en términos psicoanalíticos como “de-liaison”, que penetra con éxito en cada forma de integrismo, a través de una suerte de capitalización de las pulsiones de muerte enviadas a los chicos “enfermos de idealismo”. Quienes dejan de reconocer no sólo la diferencia entre bien y mal, sino también entre adentro y afuera, entre el sí mismo y el otro. En ese punto, también el límite de la muerte pierde sentido”.

      –Por una parte, el tradicionalismo religioso, por otra el nihilismo que avanza: no parece haber mucho espacio para un nuevo humanismo.
      –Yo por el contrario pienso que hay espacio. En la época de la globalización, no se enfrentan solamente distintas lenguas y religiones, sino también distintas morales. Para nosotros la tarea es entretejer una suerte de manto de Arlequín, una especie de puente ideal entre los códigos morales de cada uno. La humanidad ya no se nos aparece como un universo, sino como un multiverso, y en esto me apoyo en la astrofísica y la teoría de la proliferación de los universos posibles. Por eso, hablo del Manto de Arlequín como de una función social y normativa, a la que debe corresponder la misma relectura de la tradición y de su concepción de límite. Al final de su Crítica de la razón pura , Kant entrevé la posibilidad de un corpus mysticum de seres racionales, en el cual el Yo y su libre albedrío se reúnen con algo totalmente distinto de sí. Es mucho más que el reclamo del desgastado concepto de solidaridad. Es una incitación a entrar en contacto con el otro, a comprenderlo, salvaguardando su singularidad, su excepción. Para lograrlo, es indispensable crear una nueva clase de pioneros del humanismo, dispuestos a librar la batalla de una negociación inagotable entre las diferencias.

      ©La Repubblica
      Traducción de Cristina Sardoy


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