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      Tirando del hilo de una buena historia

      La cuentista multipremiada debutó como novelista y llegó a finalista del Man Booker, uno de los premios más prestigiosos del mundo. 

      Tirando del hilo de una buena historiaDe Buenos Aires a Berlín a Londres. Schweblin estuvo en la capital inglesa, como finalista del premio Man Booker. Foto: ALEJANDRA LOPEZ

      Cuando lo dice ella parece fácil:

      –Para mí cualquier texto está atado a una cosa muy material, que tiene que ver con la tensión. No es la tensión de descubrir quién es el asesino, es algo como si fuera un hilo. Una punta la tiene el escritor, la otra, el lector, y se está tirando constantemente para un lado y para el otro de ese hilo. Y ese hilo siempre tiene que estar tenso, no puede aflojarse y no puede romperse.

      –¿Y qué es lo que genera la tensión?

      –Es un juego. Oración a oración hay algo que se plantea pero no se contesta del todo. Y la oración que sigue siempre contesta, muy cerca de lo que uno esperaba, pero no exactamente en el mismo lugar. Y ese desfasaje mínimo va configurando una brecha que obliga al lector a seguir muy de cerca lo que está pasando, porque palabra a palabra se confirma, pero no exactamente. Y ese corrimiento es lo que nos fascina. Porque por un lado nos da la razón, por un lado va por donde nosotros queremos, pero no exactamente. Y eso nos genera una suerte de ansiedad, y de curiosidad que hace que no se pueda soltar ese material.

      –No hay satisfacción.

      –Hay, pero no está del todo terminada.

      –¿Algo así como la histeria del texto?

      –Los argentinos sabemos muy bien cómo generar tensión.

      Por skype, Samanta Schweblin habla con Ñ desde Berlín. Hace cinco años que vive allí; se fue con una beca y (por ahora) se quedó. Tiene 39 años, varios libros publicados, casi todos de cuentos, y hace unos meses saltó a las noticias internacionales: su única novela, Distancia de rescate –un relato inquietante que se puede leer como un descargo contra la destrucción del medio ambiente– estaba en la “shortlist”, los seis finalistas, del Man Booker International Prize. Un premio de enorme prestigio para libros traducidos al inglés, que distingue a la pareja de autor y traductor.

      En esa lista, al lado del nombre de la chica que creció en Hurlingham, estaban los de Amos Oz, David Grossman, Mathias Enard (Premio Goncourt 2015), el noruego Roy Jacobsen y la danesa Dorthe Nors. Sólo el haber integrado esa lista puso –o está poniendo– su libro en muchas librerías europeas, sus palabras en diarios como el inglés The Guardian. Desde la Argentina, muchos siguieron la transmisión el día que se definió el premio: ganó Grossman.

      Todo este ajetreo la agarró, dijimos, en Berlín, donde ahora se sienta frente a la pantalla. Del otro lado de la ventana está Kreuzberg, un barrio que supo ser el barrio turco y ahora es, dice Schweblin, “de los artistas extranjeros”. Entonces “este barrio, que era el barrio de los okupas, pasó a ser un poco el barrio cool, y empezaron a comprar todo, entonces estuvieron subiendo mucho los alquileres”. Dice que ahí, en Kreuzberg, vive, y en bicicleta. Que del resto de la ciudad, poco.

      –¿Cómo te resulta eso de vivir, de repente, rodeada de otro idioma?

      –Llegué a Berlín sin hablar ni una palabra de alemán. Fui dos años, cuando era chiquita, a un colegio alemán, porque quedaba cerca de casa, en Hurlingham, y mi mamá dice que la única palabra que aprendí es “pulóver”.

      –Que no es alemán…

      –Claro. Y entonces para mí el alemán sigue siendo un idioma con el que desconecto muy rápidamente. O sea, si escucho y presto atención puedo entender de qué se habla, puedo tener una participación muy mínima, pero enseguida puedo desconectar. Y eso es lindo, cuando necesito aislarme, el mundo que me rodea se me vuelve fácilmente ilegible. Y por momentos eso me resulta disparador.

      –¿Y tu castellano no va cambiando?

      –Estuve pensando en eso. Mis amigos, acá, son sobre todos latinoamericanos y españoles. Algunos argentinos, pero la mayoría no. Entonces hablamos todos en un español que poco a poco, inevitablemente, se va neutralizando. Entonces leo estos últimos textos que estoy escribiendo y me doy cuenta de que hay cosas que yo misma, cinco años atrás, hubiera juzgado como, bueno, cosas raras. ¿Qué debería hacer? Si cuando escribo me ato al porteño que yo hablaba hace cinco años, eso no resulta natural porque el porteño de cinco años atrás no es el que se habla ahora. Me pasa llegar a Buenos Aires y encontrarme con nuevas palabras y que me resulten muy divertidas, cuando a los demás les son totalmente naturales.

      –¿Te acordás alguna?

      –Me llamó mucho la atención que hace un par de años los argentinos empezaron a decirles a todos que eran genios. Te dicen “muy bien” y “genio”. Te subís al taxi y decís “Voy para Palermo” y el taxista dice “Muy bien”… como si fuera algo calificable ir para Palermo. Y el taxista te dice “mirá que hoy va a llover”, y uno le dice “sí, pero me traje paraguas”. Y el taxista me dice “¡qué genia!”. Me encanta, porque todo lo que hago está muy bien y además soy una genia. Pero no es realista. Entonces me pregunto si quedarme con ese porteño que ya me suena un poco viejo o un español que se está neutralizando.

      –Más allá de las palabras, ¿sentís la distancia?

      –Sí, pero siempre me sentí así. Acá la lejanía es mayor, pero siempre estuve aparte de todo. Cuando vivía en Hurlingham, todo pasaba en Buenos Aires. Cuando iba a los talleres literarios era muy tímida, entonces siempre estaba “el grupo” y yo. Y aun así, creo que hubo un punto en el que Buenos Aires se me volvió un espacio demasiado grande, demasiado intenso. Los primeros años en Berlín, me di cuenta de que fue casi una huida buscada. Berlín es un mundo muy pequeño para mí, vivo aislada en el mundo hispanohablante. Cuando las cosas son muchas me abruman y eso de alguna manera me impide trabajar. Estos años que estuve acá fueron mis años más productivos.

      –¿Trabajás con método?

      –Hasta las cuatro de la tarde me dedico a escribir. Lo que pasa es que escribir puede ser hacer cualquier cosa que alimente la escritura. Puede ser leer, ducharse; escribir puede ser correr, puede ser ir a un bar, a tomar notas. Antes, escribir me hacía sentir muy culpable, porque tenía una gran culpa alrededor de la escritura: sentía que debía estar trabajando. Estaba el trabajo que generaba dinero y la escritura, pero escribir no da dinero. Entonces, escribir siempre era robarle tiempo a generar dinero, que era lo que a su vez me permitía comprar tiempo para escribir. Era como un perro mordiéndose la cola. Ahora es más fácil, con los talleres, las traducciones, pero sobre todo viviendo en Berlín. Es una de las razones por las que vivo en esta ciudad, quizás la menos romántica, pero la más pesada: en Berlín, comprar mi tiempo libre, o sea, generar una cantidad de dinero para comprar mi tiempo de escritura me ocupa muchísimo menos espacio del que me ocupaba en Buenos Aires: con tres tardes me alcanza para ser una “mileurista”.

      –En esta situación, ¿tiene sentido hablar de una literatura nacional? ¿Te ves en alguna tradición?

      –Acá me di cuenta de que en muchas cosas los argentinos somos un poco provincianos. Recién descubrí Latinoamérica cuando me fui de Argentina. Siento que acá soy mucho más latinoamericana que lo que era en Argentina. Y eso también propició un reencuentro con la literatura latinoamericana, de la que me había alejado: me formé leyendo sobre todo a los estadounidenses. Y tuve una reconexión con todo eso y la verdad es que me reconozco en esa tradición.

      –¿Por ejemplo?

      –Hace poquito releí a Juan Rulfo y en cosas como la utilización de las voces, esa cosa casi fantasmal de la voz, pensé que se tocaba con los recursos de Distancia de rescate. Es que mis primeras lecturas fueron de latinoamericanos, aunque es cierto que me enamoré de la literatura leyendo a Cortázar, a Bioy Casares y a muchos poetas, porque mi abuelo me leía y era fanático de Alfonsina Storni, de María Luisa Bombal, de Gabriela Mistral.

      –Siempre decís que preferís escribir a hablar por una cuestión de control. ¿Qué es lo que te da miedo que se te descontrole?

      –Yo siento de verdad que mis libros son mucho más inteligentes que yo. Creo que la diferencia entre una respuesta simple y una respuesta más compleja y elaborada es una diferencia sobre todo de tiempo. El que está más entrenado, el que es más inteligente, la puede dar más rápido. La escritura suspende el tiempo y me permite no dar el siguiente paso hasta que puedo, me permite suspender todo hasta que decido qué pienso, qué soy y qué quiero a continuación. Cuando la comunicación es oral, eso lo pierdo y me siento sin mi traje de superhéroe, me siento mucho más expuesta. Una vez hablaba de estas inseguridades con César Aira y él me dijo: “Vos no te preocupes, porque lo más difícil es cuando recién empezás. Ahí te hacen preguntas tipo: ‘¿cómo atraviesa la política tu literatura?’. Y tenés diecisiete años… Pero cuando vas creciendo, las preguntas son cada vez más fáciles. Te terminan preguntando: ‘¿Y cómo era tu mamá?’”.

      –¿Y cómo atraviesa la política tu literatura?

      –Ya pasé esa edad…

      –De todos modos, se ve.

      –Sobre todo en Distancia de rescate, que me parece un libro bastante político. Cuando entendí esos costados políticos fue una gran tentación empezar a poner nombres, empezar a señalar responsables. Pero no: creo que la literatura no está ahí para informar, está ahí para inquietar, ¿no? Para realmente sacudirte y transmitir esa sensación de que hay que correr ahora mismo a averiguar qué es esto que puede tocarte, que puede contagiarte, este veneno que estamos comiendo, por dar un ejemplo alrededor de la novela… Quizás es más importante el temor que el nombre del veneno. Entonces es una novela política, pero de una manera mucho más simbólica y carnal.

      –En los cuentos de Pájaros en la boca y en los de Siete casas vacías hay una sensación de peligro, pero es como si ese peligro se fuera acercando. En el primero, el mundo es peligroso. Ahora, la casa es peligrosa y, al final, la mente. Es cada vez más minimalista.

      –Sí, siento ese camino, cómo la geografía se va cerrando. Pienso que cuanto más amplio es el territorio en el que uno juega con los miedos, más puede uno jugar con ellos. Porque son menos peligrosos, porque implican a otros. En cambio, cuanto más me meto en mí misma, y cuanto más me meto en lo pequeño y en lo cotidiano, más carne viva saco de adentro mío, y por lo tanto, más carne viva saco de los demás. Cuanto más cerca está todo eso de uno, todo se vuelve más personal y también se vuelve más posible. Son miedos que son factibles: es posible que alguna vez escuches ruidos y sea alguien tratando de entrar a tu casa.

      Distancia de rescate, Samanta Schweblin. Literatura Random House, 128 págs.


      Sobre la firma

      Patricia Kolesnicov
      Patricia Kolesnicov

      pkolesnicov@clarin.com