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      Luthier de cuerpos e historias mínimas

      Mar del Plata. Sol Lavítola es una artista callejera que, diariamente, atrae a una multitud de turistas en la esquina de Diagonal Pueyrredón y San Martín.

      Luthier de cuerpos e historias mínimasCLAIMA20131228_0027 LA CURDA. La obra más popular de la marionetista es una criatura de saco abierto, corbata desaliñada y bigote desparejo.
      Redacción Clarín

      La luz de la mañana entra por la ventana y cubre la mesa del taller. Sobre ella, duerme un cuerpo desmembrado. Alrededor: escofinas, limas, sierras, un cúter. Prensas y morsas. También, pequeñas falanges que pronto, con el trabajo de la marionetista Sol Lavítola, se convertirán en las manos de un eximio pianista. Manos que, a través de las suyas, cobrarán vida diariamente en la esquina de Diagonal Pueyrredón y San Martín, pleno centro de Mar del Plata, y darán música a la historia que decida contar ante los cientos de turistas que se amuchan para disfrutarla en temporada.

      Es que Sol, en sus dedos, lleva cientos de historias. Pero cuando intenta contarlas, sabe que no será lo mismo que cuando las pone en escena con sus marionetas. Sol lleva en sus manos, en cada uno de sus dedos, el movimiento exacto, necesario, para dar vida. Para hacer reír y llorar, amar y desanimarse. Para soñar. Cualquiera diría que Sol está desfasada en el tiempo. Apenas tiene treinta, y hace poco más de diez vive de un arte anacrónico, que parece sobrevivir al tiempo y a la tecnología sólo porque sería imposible contar una historia con la justeza de un titiritero. Y eso Sol lo sabe. Sobre todo cuando la levedad de dos dedos de su mano derecha maneja los pies, eje y cabeza del Curda, uno de sus muñecos preferidos.

      Hay una idea inicial. Puede ser un personaje o algo que Sol quiere poner en escena. En función de eso diseña la marioneta con limitaciones y posibilidades. También el comando ­–ese cruce de maderas e hilos que sólo los marionetistas entienden­–. Pero no es matemático, en el momento de la construcción hay que dejarse sorprender por lo que el muñeco pide o necesita.

      –Yo quería que el Curda se parara de manos, no sé por qué tenía esa idea. Pero cuando lo hice, me di cuenta de que él no podía hacer eso. Que era muy gordo y que le gustaba tomar –cuenta, mientras un pelado regordete se suspende en el aire y comienza a moverse con la soltura de un humano.

      Hay quienes dicen que intentar resumir la historia de las marionetas es como intentar resumir la historia de la humanidad. Existen registros de mil años antes de Cristo, en China. También en Japón, en Egipto y en la antigua Grecia. En la Europa del Medioevo tuvieron su lugar y dicen que, en algún momento, hasta fueron prohibidas por la Iglesia. No siempre fueron de la misma forma, no siempre se las llamó igual. Para algunos títeres y marionetas son lo mismo. Para otros es necesario hacer la diferencia. Sol cree que esto se da más en América Latina, donde se entiende por títere a los de guante y por marioneta a aquellos que cobran movimiento gracias a un comando unido al muñeco por una serie de hilos.

      Lo cierto es que, según la Real Academia Española, títere y marioneta son sinónimos y refieren a un “Muñeco de pasta u otra materia que se mueve por medio de hilos u otro procedimiento”. Pero lejos de la etimología de la palabra, está Sol y sus marionetas. Esas que construye para luego darles vida con sus manos, con sus dedos, pero también con sus historias.

      Sol viene de una escuela de marionetistas. Su trabajo es autodidacta. En cada marioneta descubre algo. Es una especie de luthier. Ella misma dice que hacer una marioneta es como labrar un instrumento. Y que dominarla, es sacar el sonido justo. Eso lleva mucho tiempo. Por eso construir sus marionetas le da un plus: –Se construye con la marioneta un puente casi necesario, indispensable.

      Y quizás ese puente es lo que hace que los hilos se esfumen en cada acto de siete minutos. El Curda despierta y sale de la valija. Ya casi no puede sostenerse en pie. Sin embargo empina la botella. Toma mientras camina con pasos vacilantes. El poco pelo que le queda parece volarse en el viento. Los zapatos gamuzados, con los cordones sueltos, tropiezan en los pastos que se asoman por las grietas que dejan los adoquines.

      El Curda camina. Camina y toma de la botella que parece no tener fondo. El saco abierto le deja ver la panza oculta tras la camisa. Los cuatro botones parecen estar en tensión. La corbata desaliñada, corta. El bigote tupido, desparejo como un cepillo de dientes abandonado. Así va el Curda por la vida.

      Vestida de rojo, Antonia deja ver la enagua de encaje que le asoma por la pollera corta. Las piernas largas, gruesas; los pies en taco. Pañuelo al cuello, a lunares blancos. Escote que desnuda su cuerpo de percanta. Con ojos claros y párpados caídos, de cejas gruesas. De mirada triste. Melancólica. Tanto como la del Curda que la busca. Pero ella fuma su boquilla y ni lo mira. Lo deja solo. Con sus penas. Penas de arrabal porteño. Y en ese desencuentro sólo puede sonar un tango: Danzarín, de Aníbal Troilo. Nadie ve los hilos.

      La gente aplaude. Sol hace la reverencia agradecida. El Curda y Antonia también cumplen con el ritual. Se deben a su público. Respetan el escenario. Y no importa si es en la Peatonal de Mar del Plata, en alguna esquina de Bolivia o Perú. Tampoco si están en Francia o el País Vasko. Ni el Curda ni Antonia hablan. Ellos cuentan con sus gestos, con sus marcas. Con la melancolía típica argentina, que trasmiten las manos de Sol Lavítola.


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