Hay un cartel que dice “ALQUILA” al 1555 de la avenida Corrientes. Cuando ese local consiga novio, la videoteca Liberarte, búnker histórico de los cinéfilos porteños, va a cerrar para siempre.
Lleva 27 años allí: nació cuando el Partido Comunista fundó un complejo cultural en el que convivieron una librería, un teatro y la videoteca. Pero cuando desapareció esa “tutela” política –que tiñó de ideología a los libros, las películas y las obras teatrales que pasaron por ahí durante sus primeros años–, el funcionamiento del complejo empezó a atomizarse.
La tradicional librería Liberarte dejó de ser tal hace 16 años, y durante diez funcionó allí una sucursal de Antígona, que hace un mes se mudó. Y aunque el teatro sigue funcionando, ahora es la videoteca la que cierra sus puertas.
“La parte de alquiler ya está completamente cerrada y queda alguna parte del catálogo a la venta”, cuenta Felipe Bonacina, uno de los dueños desde hace 16 años, cuando heredó la parte de la videoteca que manejaba su padre y que hoy cuenta con 15.000 títulos. Los motivos son varios: “Creemos que es un ciclo terminado, el clásico videoclub ya no existe como tal y no estamos pataleando; nos parece algo natural”, explica Bonacina.
Entre los charcos esquivados en los últimos quince años, anota varios porotos: la crisis de 2001, el paso masivo del VHS al DVD, el principio de las copias piratas. “Pero lo de Internet es insuperable; la demanda de nuestro catálogo, hoy, no es suficiente para mantener un local. El público dejó de comprar o alquilar películas porque es más barato buscarlas de otra manera: lo mismo le pasó a la música, les va a pasar a los libros y a los medios de comunicación”, reflexiona Bonacina.
Por ese local, nacido y criado durante la primavera democrática, pasaron frecuentemente cineastas como Lucrecia Martel, Pablo Trapero, Mariano Llinás y Bruno Stagnaro. Allí volvió un VHS abollado, rescatado de los escombros de la AMIA. Y desde ahí partirá una larga colección que todavía no tiene destino definido: “No queremos ni vender ni donar el catálogo; tal vez, ponerlo a disposición de una universidad que pueda aumentarlo y proyectar las películas para que no queden anquilosadas en un museo”, dice Bonacina, y agrega: “Estuvimos a la altura de la cinefilia porteña de una época”.
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